Érase una vez que se era una señora poco adinera pero muy trabajadora. Un buen día un mensajero le hizo llegar un escrito en el cual le decían que tal día como ayer iría a comer a su casa el señor de la hacienda en la que trabajaba.
La humilde señora, sin acongojarse - ni mucho menos -, se puso manos a la obra, dispuesta a quedar como lo que era: la mejor cocinera de la contornada.
Esa mañana madrugó un poco más de lo normal, ya que la receta así lo requiere (ante todo mucha dedicación).
Bajó a la bodega con su cesto de las patatas y, del montón que allí tenía, escogió doce de ellas, no eran ni grandes ni pequeñas, de unos 200 gramos; no eran ni alargadas ni deformadas, sino un poquitín ovaladas.
Orgullosa de su elección subió a la cocina y siguió con la tarea. Fue a la recocina y, del segundo cántaro que es el que mantenía el agua más fresca, tomo un puchero para lavarlas bien lavadas, ya que nunca se les debe quitar la piel a estas patatas. Allí también halló un puchero en el que le cabían todas las patatas (cosa que no es nada fácil), con lo que un suspiro salió de su interior. “Estoy salvada”- pensó -.
Con las patatas, ya limpias, y el puchero a mano, introdújolas éstas en su interior y se dispuso a cubrirlas de agua.
Una vez completada tan delicada faena, al fuego las llevó para que entraran en cocción.
Mientras el agua entraba en ebullición la señora al corral se asomó, y con gran sutiliza al cielo miró, ¡no!, ¡no!, no era para rezar, ni para pedir nada al superior (de cuya existencia, por cierto, ella nunca habló, pues bastante tenia con lo terrenal, como para pensar en lo espiritual), sino para fijarse del sol, y de cuanto tiempo disponía para acabar tan afanada intención.
Así sin más dilación, al reposte subió. Abrió la carnera, un buen tajo de carne sacó (para ser más concretos, sacó 1 kilo de carne magra de cerdo bien fresquita).
Bajose de nuevo a la cocina y, sobre una tabla, cortó la carne en trocitos tan pequeñitos que parecía triturada.
Ahora a salarla, si es posible con sal gruesa: el paladar notara la diferencia. Y, ahora, dejémosla reposar un cuarto de hora.
Estaba en uno de los momentos cumbres: había que refreír la carne. Para ello qué mejor que con aceite de oliva, un buen chorritón sobre la sartén, y cuando el aceite esté calentito, la magra a su interior.
Ahora, con tiento, cuando la carne está casi refrita, media cucharadita de pimentón dulce, un poco de pimentón picante, al gusto de cada cual, y un buen trozo de paté de hígado (el animal lo dejamos a su elección, la cantidad sobre 100 gramos). Un poquitin más en el fuego para que todo se mezcle bien, y retirar.
No tenía tiempo que perder, después de una hora y poco más las patatas estaban listas y las debía trabajar.
Sacolas una a una, y extendiéndolas sobre la mesa, un tajo de arriba abajo les dio, buscándoles siempre la forma oval.
Con un tenedor o rascador un poco de su interior quitó, pero no de una ni dos, sino de veintidós más dos (la cuenta la vieja a tan flamante señora nunca le fallaba). La patata que iba retirando en plato la iba dejando, ya que tan humilde señora no desperdiciaba ni la piel de la patata.
Antes de proseguir una buena llanda buscó y en lo alto del granero la halló, como casi todo que no se utiliza más que de ciento en ciento.
En cada media patata un buen pizco de carne metió, y con la patata que en su momento raspó y guardó, la cubrió.
Así quedaba la patata bien abultadita.
Pues sí, una a una iba la señora rellenando las patatas y dejándolas en la llanda, así hasta acabar con las veinticuatro. Por supuesto, y ni que decir tiene, la parte del corte de la patata y del relleno quedaba arriba.
Ya casi era mediodía, y aun le quedaba el toque final, y este requería sus cinco, seis o siete sentidos.
La señora se buscó lo necesario: el puchero de leche, que, por cierto, contenía leche, harina de trigo (en algunas ocasiones la utilizo de maíz), un poco sal (en esta ocasión es mejor fina), y un poquito de nuez moscada rallada (sólo media cucharadita).
Con todo ello se dispuso hacer la bechamel.
Primero la sartén al fuego, un chorrito de aceite de oliva y, cuando estuvo calentito, tres cucharadas de harina. No paró de mover para que ésta quedara bien refrita.
En ese preciso momento añadió la leche, alrededor de medio litro - dependiendo de la cantidad de harina y del gusto de los comensales (espesa o trabada) -.
Mientras yo os cuento esta historia, la señora sequía removiendo con la cuchara de palo, y con la otra mano añadió la nuez moscada y la sal (al gusto de cada cual).
Cuando comenzó a hervir, empezó a espesar y en dos minutos más estaba lista para echar.
Tomó la señora la sartén y echole la bechamel a las patatas de forma que casi las cubrían por completo.
Y, por ultimo, el toque final: abrió el armario, de donde sacó un queso que olía a gloria, tomó el rallo en la otra mano y, con gran esmero, zig-zag, zig-zag, ... unas ralladitas de queso iban cayendo sobre la bechamel.
Ahora solo le quedaba meterlo al horno para dorar, y que el queso se derritiese entre la bechamel. Para ello con diez minutos bastaba, y así sabía que quedaría como una reina.
La señora suspiró tranquila, todo estaba listo.
Salió a la calle a esperar que llegasen los comensales.
Y, por desgracia para los demás de la casa, estos llegaron.
En ese preciso momento la señora introdujo la llanda en el horno y, en diez minutos, todos estaban saboreando tan suculento manjar.
Y hoy todos le dijimos:
”GRACIAS, SEÑORA, POR TAN SUCULENTA COMIDA”
Dificultad: Alta- Muy Alta – Altísima
Tiempo: Bastante, yo diría mucho.
Precio: Eso, no mucho.
Ingredientes: Para seis personas (y quedarse como Dios):
12 patatas medianas, de Cella ¿cómo no?
1 kilo de carne magra de cerdo picada
100 gramos de paté de hígado de ...
Medio litro de leche
200 gramos de harina
Una cucharada de pimentón dulce
Media cucharada de pimentón picante
Sal gruesa
Sal fina y una pizca de nuez moscada
martes, 20 de noviembre de 2007
Patatas rellenas
Vicente Ferrer (Argente, Teruel)
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